En cualquier caso, lo único que no me convence es lo mucho que tarda la trama per se en comenzar. Y no es tan fácil quitar contenido, a fin de cuentas eso te ayuda a construir el personaje. En fin, no me enrollo más.
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(Capítulo escrito en julio de 2012)
Recuerdo que,
cuando era pequeña, le pregunté a mi madre en cierta ocasión si existía algo
que uniera a todas las personas del mundo, algo común a todas ellas, algo
inherente. Por aquel entonces, ella debía guardar reposo todo el día, pues
estaba muy cansada, o eso me decía mi padre. La verdad es que la persona que me
había criado desde que nací sufría una grave enfermedad. Terminal. Tosía,
sudaba y se retorcía de dolor día sí, día también. Debido a este contexto,
ahora que ya soy adulta, puedo entender el por qué de su respuesta. Porque
cuando le hice aquella pregunta, ella me miró a los ojos, abrió la boca poco a
poco, quizá más por el esfuerzo que esto le suponía que por otra cosa, y me
dijo: “La muerte”. Había perdido ya toda la esperanza. No tenía ilusión por
nada, no sentía nada. Tampoco parecía importarle mucho el hecho de dejarnos
solos a Papá y a mí. Unas semanas después a aquello, mi madre finalmente murió.
Papá quiso
remediar el trauma del que mi madre me hizo entrega antes de su fallecimiento,
como es natural. Dijo que todos los humanos tenemos la necesidad de sentir que
hemos estado aquí, en el mundo. De dejar huella en él. Supongo que quizá por
eso las personas se emparejan y procrean. La respuesta de mi padre, indirectamente,
podría resumirse en dos aspectos: ser reconocido y tener descendencia. Lo
comprendí perfectamente. Pero, de algún modo, nunca he llegado a sentir esa
necesidad. La vida no puede limitarse a querer salir en televisión y a follar
como si no hubiera mañana. No, debía haber algo más.
Cuando cumplí los
quince años, la visión de la vida que mi madre me inculcó indirectamente hizo
mella en mí más que nunca. Es normal, la muerte está presente en todas partes.
Y tenía muchas formas. Ya que, si lo piensas, no puedes comparar a un niño que
muere de inanición a una víctima de homicidio. Sería de muy mal gusto, aunque
el destino de ambas personas sea el mismo. No era lo mismo que muriera un
hombre normal, trabajador, cabeza de familia, a que muriera una celebridad, ya
sabes, un cantante o una actriz. Así que la muerte muchas veces no era tan
similar, sino que tenía muchos disfraces. Esto resultaba ser lo más aterrador
de todo: Puedes morir en cualquier momento y el mundo va a seguir girando. Las
personas seguirán con sus vidas. Como si nada hubiera pasado.
Asimismo, creía
que Papá no estaba en lo correcto. Tampoco erraba, puesto que tenía razón hasta
cierto punto. No en vano, empecé a tener ganas de dejar una impresión en el
mundo. De buscar una manera de decirle al planeta entero que estaba allí, que
existía. Lo que realmente era el sentido de la vida, al menos de la vida
individual de cada persona, era esa manera de hacerse destacar.
Con dieciséis
años ya lo tenía muy claro. Mi motivo, lo que me insuflaba fuerzas cada mañana,
aquello que quería hacer ante todo. Era bastante poético: La música. Me daba
igual ser considerada una estrella, y empezó a darme igual que la gente
conociera mi nombre o no. Tan sólo quería grabar discos de rock junto a
personas que se sentían igual que yo. Tocaba la guitarra, bueno, la sigo
tocando, y no se me daba nada mal. Si todos aquellos grupos que solía escuchar
lo habían conseguido, no había ningún motivo para que yo no lo hiciera. Creía
que, si me esforzaba lo suficiente, podría cumplir aquel sueño.
Esa idea nunca
ha desaparecido. Siempre ha estado ahí, presente, parpadeando de forma tenue e
intermitente. Quizá ahora menos. A los dieciocho años estaba totalmente
flipada. Solía pasar todas las clases ensimismada, con la mirada perdida,
imaginando cómo sería tener un grupo de heavy metal propio. El problema era que
vivía en un pueblo demasiado pequeño y rural. El tipo de música que encontraba
sin problemas en Internet y en unas pocas revistas especializadas era
prácticamente desconocido para la gente. Era bastante difícil encontrar a
alguien que compartiera mis gustos musicales. Por supuesto, nunca llegué a
desanimarme. Y menos hoy día.
Sé que suena
muy típico, pero en mi caso es verdad: Todo, o casi todo, comenzó aquel día.
Era domingo. Mayo. Hacía bastante calor. Había quedado con la única amiga que
tenía aquel año. La mayoría de los jóvenes cursaban bachillerato en alguna de
las ciudades cercanas a mi pueblo, Saint-Vallière. Pocos éramos los que
preferíamos quedarnos en el pueblo. He de admitir que, si hubiera podido, me
habría largado a la mínima de cambio. No lo hice por una sencilla razón. Apenas
teníamos para comer con el sueldo de Papá. Sería imposible para él, para
nosotros, pagar el alquiler de un piso más la matrícula en el centro donde
quisiera acabar mis estudios. Por lo que no me quedaba otra.
También tengo
que admitir que no se me daba bien hacer amigos. Está claro que no soy la
alegría de la huerta, pero en fin. Intentaba llevarme bien con los demás,
quiero decir. Mi problema era que no sabía cómo profundizar más en una
relación. Apenas llegaba a arañar una amabilidad superficial. Nunca llegué a
conocer bien a fondo a nadie. Ellos tampoco, obviamente. Nos saludábamos y nos
devolvíamos sonrisas cordiales, pero jamás supieron lo que se me pasaba por la
mente. Pero la amiga con la cual quedé aquel día era diferente. La excepción. Y
sigue siéndolo.
Su nombre era,
y es, Rubí Palazzo. Mi mejor amiga. De la cual llevo enamorada desde que tengo
memoria. No era muy alta. Tampoco era demasiado guapa, ni tenía una figura
destacable. Tenía la cara redonda, con la nariz aplastada y pequeña. Labios
carnosos, eso sí. Ojos de un verde intenso, alegres y redondos también. El
pelo, tintado de un rojo que casi tiraba a rosa chillón, bastante corto. Dicen
que el roce hace el cariño, y quizá por eso me gustaba tanto. Habíamos estado
en la misma clase desde que teníamos doce años, y a pesar de todas nuestras
diferencias tanto en personalidad como en gustos y aficiones, éramos muy
amigas. Huelga decir que jamás le confesé mis verdaderos sentimientos. Tampoco
le llegué a comentar lo de mi marcada homosexualidad. No quiero faltar a nadie,
pero nunca sentí el más mínimo interés hacia los hombres. Y como comencé a
notar cada vez más fuertes las ganas de montármelo con Rubí encima de un
escritorio, no le dí más vueltas. Es lo que hay, soy lesbiana.
Quedé con Rubí,
como cada domingo, para dar una vuelta por el pueblo. Siempre quedábamos los
domingos, a la misma hora y lugar. En realidad soy más de estar por casa,
tranquilamente, sin hacer nada en concreto. Pero era una excusa para verla, y
una vieja costumbre entre nosotras. Algunas veces, incluso, me encontraba
frente a la estación antes de que me diera cuenta. Recuerdo que Rubí se retrasó
bastante aquel día. Era algo común en ella, pero en esa ocasión, lo hizo más de
lo habitual. Obviamente, se lo recriminé nada más apareció.
-Llegas tarde
–le solté sin más.
-Lo siento –aún
tenía la respiración entrecortada. Probablemente habría venido corriendo desde
casa.
-Y una mierda.
Siempre llegas tarde. Pero hoy has batido tu récord.
-Que sí, que lo
siento.
-Bueno, de
acuerdo.
Rubí llegó casi
media hora tarde, pero no me importó demasiado. Probablemente por el hecho de
que aquel día lucía un generoso escote.
-No te
preocupes –dijo Rubí, positiva-, la
próxima vez llegaré a tiempo.
-Sabes que no.
-¡Claro que sí!
Buena introducción, se hace liviana.
ResponderEliminarPinta bien, de momento. Fijo que Rubí será un personaje memorable.
ResponderEliminarOtro que Valve con la cosa episodica, te dejan con las ganas. Un buen comienzo che. Saludos
ResponderEliminarNo esta mal, parece una lectura ligera, si sacas la segunda parte probablemente lo lea
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