viernes, 8 de febrero de 2013

4 My Lost Eon - Capítulo 1 (1ª Parte)

Pues les traigo un buen trozo del primer capítulo de Lost Eon. La historia trata de una chavala que intenta tener un grupo de rock. Ya saben, nada del otro mundo. A simple vista, claro...

En cualquier caso, lo único que no me convence es lo mucho que tarda la trama per se en comenzar. Y no es tan fácil quitar contenido, a fin de cuentas eso te ayuda a construir el personaje. En fin, no me enrollo más.

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(Capítulo escrito en julio de 2012)


Recuerdo que, cuando era pequeña, le pregunté a mi madre en cierta ocasión si existía algo que uniera a todas las personas del mundo, algo común a todas ellas, algo inherente. Por aquel entonces, ella debía guardar reposo todo el día, pues estaba muy cansada, o eso me decía mi padre. La verdad es que la persona que me había criado desde que nací sufría una grave enfermedad. Terminal. Tosía, sudaba y se retorcía de dolor día sí, día también. Debido a este contexto, ahora que ya soy adulta, puedo entender el por qué de su respuesta. Porque cuando le hice aquella pregunta, ella me miró a los ojos, abrió la boca poco a poco, quizá más por el esfuerzo que esto le suponía que por otra cosa, y me dijo: “La muerte”. Había perdido ya toda la esperanza. No tenía ilusión por nada, no sentía nada. Tampoco parecía importarle mucho el hecho de dejarnos solos a Papá y a mí. Unas semanas después a aquello, mi madre finalmente murió.
Papá quiso remediar el trauma del que mi madre me hizo entrega antes de su fallecimiento, como es natural. Dijo que todos los humanos tenemos la necesidad de sentir que hemos estado aquí, en el mundo. De dejar huella en él. Supongo que quizá por eso las personas se emparejan y procrean. La respuesta de mi padre, indirectamente, podría resumirse en dos aspectos: ser reconocido y tener descendencia. Lo comprendí perfectamente. Pero, de algún modo, nunca he llegado a sentir esa necesidad. La vida no puede limitarse a querer salir en televisión y a follar como si no hubiera mañana. No, debía haber algo más.  
Cuando cumplí los quince años, la visión de la vida que mi madre me inculcó indirectamente hizo mella en mí más que nunca. Es normal, la muerte está presente en todas partes. Y tenía muchas formas. Ya que, si lo piensas, no puedes comparar a un niño que muere de inanición a una víctima de homicidio. Sería de muy mal gusto, aunque el destino de ambas personas sea el mismo. No era lo mismo que muriera un hombre normal, trabajador, cabeza de familia, a que muriera una celebridad, ya sabes, un cantante o una actriz. Así que la muerte muchas veces no era tan similar, sino que tenía muchos disfraces. Esto resultaba ser lo más aterrador de todo: Puedes morir en cualquier momento y el mundo va a seguir girando. Las personas seguirán con sus vidas. Como si nada hubiera pasado.
Asimismo, creía que Papá no estaba en lo correcto. Tampoco erraba, puesto que tenía razón hasta cierto punto. No en vano, empecé a tener ganas de dejar una impresión en el mundo. De buscar una manera de decirle al planeta entero que estaba allí, que existía. Lo que realmente era el sentido de la vida, al menos de la vida individual de cada persona, era esa manera de hacerse destacar.
Con dieciséis años ya lo tenía muy claro. Mi motivo, lo que me insuflaba fuerzas cada mañana, aquello que quería hacer ante todo. Era bastante poético: La música. Me daba igual ser considerada una estrella, y empezó a darme igual que la gente conociera mi nombre o no. Tan sólo quería grabar discos de rock junto a personas que se sentían igual que yo. Tocaba la guitarra, bueno, la sigo tocando, y no se me daba nada mal. Si todos aquellos grupos que solía escuchar lo habían conseguido, no había ningún motivo para que yo no lo hiciera. Creía que, si me esforzaba lo suficiente, podría cumplir aquel sueño.  
Esa idea nunca ha desaparecido. Siempre ha estado ahí, presente, parpadeando de forma tenue e intermitente. Quizá ahora menos. A los dieciocho años estaba totalmente flipada. Solía pasar todas las clases ensimismada, con la mirada perdida, imaginando cómo sería tener un grupo de heavy metal propio. El problema era que vivía en un pueblo demasiado pequeño y rural. El tipo de música que encontraba sin problemas en Internet y en unas pocas revistas especializadas era prácticamente desconocido para la gente. Era bastante difícil encontrar a alguien que compartiera mis gustos musicales. Por supuesto, nunca llegué a desanimarme. Y menos hoy día.
Sé que suena muy típico, pero en mi caso es verdad: Todo, o casi todo, comenzó aquel día. Era domingo. Mayo. Hacía bastante calor. Había quedado con la única amiga que tenía aquel año. La mayoría de los jóvenes cursaban bachillerato en alguna de las ciudades cercanas a mi pueblo, Saint-Vallière. Pocos éramos los que preferíamos quedarnos en el pueblo. He de admitir que, si hubiera podido, me habría largado a la mínima de cambio. No lo hice por una sencilla razón. Apenas teníamos para comer con el sueldo de Papá. Sería imposible para él, para nosotros, pagar el alquiler de un piso más la matrícula en el centro donde quisiera acabar mis estudios. Por lo que no me quedaba otra.
También tengo que admitir que no se me daba bien hacer amigos. Está claro que no soy la alegría de la huerta, pero en fin. Intentaba llevarme bien con los demás, quiero decir. Mi problema era que no sabía cómo profundizar más en una relación. Apenas llegaba a arañar una amabilidad superficial. Nunca llegué a conocer bien a fondo a nadie. Ellos tampoco, obviamente. Nos saludábamos y nos devolvíamos sonrisas cordiales, pero jamás supieron lo que se me pasaba por la mente. Pero la amiga con la cual quedé aquel día era diferente. La excepción. Y sigue siéndolo.
Su nombre era, y es, Rubí Palazzo. Mi mejor amiga. De la cual llevo enamorada desde que tengo memoria. No era muy alta. Tampoco era demasiado guapa, ni tenía una figura destacable. Tenía la cara redonda, con la nariz aplastada y pequeña. Labios carnosos, eso sí. Ojos de un verde intenso, alegres y redondos también. El pelo, tintado de un rojo que casi tiraba a rosa chillón, bastante corto. Dicen que el roce hace el cariño, y quizá por eso me gustaba tanto. Habíamos estado en la misma clase desde que teníamos doce años, y a pesar de todas nuestras diferencias tanto en personalidad como en gustos y aficiones, éramos muy amigas. Huelga decir que jamás le confesé mis verdaderos sentimientos. Tampoco le llegué a comentar lo de mi marcada homosexualidad. No quiero faltar a nadie, pero nunca sentí el más mínimo interés hacia los hombres. Y como comencé a notar cada vez más fuertes las ganas de montármelo con Rubí encima de un escritorio, no le dí más vueltas. Es lo que hay, soy lesbiana.    
Quedé con Rubí, como cada domingo, para dar una vuelta por el pueblo. Siempre quedábamos los domingos, a la misma hora y lugar. En realidad soy más de estar por casa, tranquilamente, sin hacer nada en concreto. Pero era una excusa para verla, y una vieja costumbre entre nosotras. Algunas veces, incluso, me encontraba frente a la estación antes de que me diera cuenta. Recuerdo que Rubí se retrasó bastante aquel día. Era algo común en ella, pero en esa ocasión, lo hizo más de lo habitual. Obviamente, se lo recriminé nada más apareció.
-Llegas tarde –le solté sin más.
-Lo siento –aún tenía la respiración entrecortada. Probablemente habría venido corriendo desde casa.
-Y una mierda. Siempre llegas tarde. Pero hoy has batido tu récord.
-Que sí, que lo siento.
-Bueno, de acuerdo.
Rubí llegó casi media hora tarde, pero no me importó demasiado. Probablemente por el hecho de que aquel día lucía un generoso escote.
-No te preocupes –dijo Rubí, positiva-,  la próxima vez llegaré a tiempo.
-Sabes que no.
-¡Claro que sí! 


4 comentarios:

  1. Buena introducción, se hace liviana.

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  2. Pinta bien, de momento. Fijo que Rubí será un personaje memorable.

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  3. Otro que Valve con la cosa episodica, te dejan con las ganas. Un buen comienzo che. Saludos

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  4. No esta mal, parece una lectura ligera, si sacas la segunda parte probablemente lo lea

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